El dolor. La muerte. La muerte temprana, dolorosa e hiriente. La muerte vieja, añeja y feliz.
Mi hermano Eduardo suele decir que de los Premios Nobel, el de Literatura es el más flojo. Que es como un óscar. Que no es un Nobel “de verdad”. A mi hermano, matemático, hasta los economistas le suenan como practicantes de una ciencia “que no es seria”. Imagínense lo que opina de los escritores. O de los periodistas. Ya ni hablemos del Nobel de la Paz.
Pero un día leyó Cien años de soledad. Y Gabriel García Márquez, un periodista colombiano barranquillero-cartaginés-de-nueva-tierra le enamoró. Viajó con Aureliano Buendía, y se interesó por las historias de Macondo.
De Cien años de soledad nació un pequeño escritor, que ahora ejerce (casi de incógnito) en los misteriosos campos de la literatura, muy lejanos a su mundo de números, axiomas y realidades tangibles y cien por cien comprobables.
Hoy le avisé que había muerto Gabo. Los dos compartimos la muerte de nuestro hermano Antonio, a los 23 años.
Verónica: “Ha muerto García Márquez”.
Eduardo: “¿Hace cuánto?”.
V: “Hace veinte minutos. 87 años”.
E: “Vivió muchos años, entonces”.
V: “Así es. Una larga, intensa y productiva vida”.
La muerte corta duele, pero marca. Todo lo que haremos va por Toño.
La muerte larga nos enseña, nos consuela, nos cultiva. Gracias, Gabriel. Te leemos pronto.